viernes, 24 de junio de 2011

DE GORDAS Y TRAGOS EN LA PLAZA DE BOTERO

Luisa Fernanda Saldarriaga
Estudiante de Comunicación y ¨Periodismo U de A
Ex-alumna Colombo


Un poco más de las nueve de la mañana y la Plaza de Botero está bastante limpia. Hace frio, y quienes vienen de afuera  para conocer  la ciudad de los gordos deben estar todavía bajo las cobijas de su hotel, a excepción de uno que otro madrugador. Entre las estatuas rollizas pasan acelerados señores y señoras, jóvenes y jovencitas con el pelo todavía húmedo.

Hay muchos que no tienen afán, que vienen a quedarse un rato, quizás todo el día. Los vendedores recorren el lugar y empiezan a ofrecer sus productos sin mucha ambición todavía. Los ociosos eligen sus bancas y toman asiento: los más viejos para leer el periódico, las parejas para besarse y sacarse espinillas, y algunos solitarios esperan que alguien se siente a su lado para entablar una tertulia que probablemente comienza con “que llovedera”. Los funcionarios de Espacio Público se saludan, conversan, y de vez en cuando echan un vistazo rutinario a la plaza. A esa hora no hay mucho por hacer.

Sentada como muchos en una banca llamo a una señora que pasa gritando con dos termos en la mano: “tinto, perico, tinto”. Tiene unos tenis amarillos fluorescente, unas gafas de sol de rockero de los 70 y desde lejos huele a sándalo.  Mientras me sirve el tinto caliente en un vasito desechable me dice “pruébelo que está muy bueno, lo hice con mucho amor”. El tinto de la tarde no debe ser tan bueno entonces, porque no lo hace ella. Cuando se terminan los cuatro termos que trae desde su casa, va a llenarlos a la empresa de tintos.

Después de pagarle a la tintera los 300 pesos del café (bastante dulce por cierto), ésta pasa por cada banca haciendo el mismo procedimiento. Parece que a todos les dice lo mismo, aunque los que la saludan más cariñosamente deben saber, desde hace algún tiempo, que su tinto es bueno porque lo hace con amor.

Viéndome sola y un poco ansiosa de conversación, se sentó en mi banca un artesano joven. Su intención era vender, pero una charla no le venía de más. Dijo que estaba “desparchado”, pues los que transitan a esa hora por la Plaza no buscan precisamente una manilla. Sin embargo, sus habilidades de culebrero le habían permitido vender, a esas alturas de la mañana, diez mil pesos. Por eso llevaba una gorra de “cinco lucas” que recién compraba.

“Me toca estar caminando por el centro porque los de Espacio Público ya me tienen fichado, pero aquí es donde tengo mis parceros”, cuenta. Y sí que tiene amigos el susodicho, la saludadera de gente no dejaba fluir la conversación. Continúa diciendo que conoce a todos los pillos y ladrones de por ahí. “A mi no me gustan esas vueltas raras, pero yo me hice querer de todos ellos, ellos me cuidan, con ellos me tomo los chorritos”.

Ante mi risa por su expresión, me preguntó si era que yo no tomaba, yo le dije que sí, pero que no todos los días. Confesó, entonces, que se mantenía a   “media caña”, “como todos por aquí”. Me enumera las diversas bebidas que circulan entre las bancas, las manos y las bocas, “aquí la gente toma alcohol con agua, niquelado y hasta whiskey los más platudos”.

Para la muestra, un botón. Detrás de mí había un grupo de veteranos, cuatro hombres y una mujer sentados en dos bancas a la sombra escasa de unos árboles. Se reían a carcajadas y se pasaban una botella de quien sabe qué, escondida en una bolsa negra. Llega entonces al lugar de encuentro un sexto miembro del grupo y saluda efusivamente a uno por uno. La bienvenida, como hemos de suponer, fue un trago largo del clandestino licor. Cuando pasa la vendedora de tinto, el recién llegado, al parecer más adinerado que los demás, invita a tinto a todos los reunidos.

Una cosa es clara, en la Plaza de Botero hay tres elementos que unen a las personas que la habitan: las bancas, el tinto y el alcohol. Y como yo jugaba a ser habitante del lugar por un momento (mientras mi pinta de universitaria afanada me lo permitía), el tinto y la banca me sirvieron como puente de interacción. La vendedora de tintos me dio un poquito de su amor en un vasito desechable azul; el “manillero” descargó un tubo lleno de hilos de colores trenzados sobre la banca en la que yo estaba sentada, y además descargó sobre mis oídos sus penas, sus preocupaciones y frustraciones sin yo haberle preguntado nada, ni siquiera él mismo entendía por qué me lo contaba, pero de todas formas se sintió a gusto y yo…también. El alcohol me servirá de vínculo algún otro día.

Cuando empezaba a lloviznar, un señor de edad avanzada con ropa desgastada se sentó en mi banca, bueno, en la mía y en la de muchos. Me miró y levantó sus cejas para saludarme, y después de hacer un recorrido por la Plaza con sus ojos, dijo la esperada frase: “que llovedera”. Luego de un largo silencio, como el de dos extraños que comparten una banca en un parque, el viejo comentó con desespero “mafaldiano”: “…y tanta gente en la interperie, por aquí hay mucha gente que no tiene donde escamparse, que tiene frío”. En silencio, compartimos un gesto de angustia, después agregó: “y en la televisión ve uno que libraran a los secuestrados todos gordos, colorados y recién afeitados”. Sonreí. “Eso quiere decir que sufre más la gente del centro que los que están por allá en el monte”, concluyó. Me reí con más ganas, me causaba gracia pensar en lo irónico que es este país, y me causaba mucha más gracia la agudeza de quien me lo hacía notar. El señor no se rió, para él no era un chiste, realmente se preocupaba.

Su seriedad me angustió, pero la situación siguiente hizo que volviera un poco esperanzada a la universidad. Un “tullido” de manos y pies, además “boquineto”, se acercó a pedirme dinero. Le dije la mentira de siempre: “ahora no tengo”. Entendí con dificultad que me dijo: “entonces me da cuando dé la vuelta”. Yo le dije que sí, pensando en que cuando él terminara de darle la vuelta a la Plaza yo ya estaría montada en el metro, y él, burlándose de mí, dio una vuelta sobre sí mismo. Me reí, ahora a carcajadas, pero mi compañero de banca seguía serio, como alelado. Con admiración comentó: “es increíble, ese señor con todo y sus limitaciones, vive siempre feliz”.

Comenzó a llover más duro y el señor, refunfuñando, se paró de la banca y se fue a buscar un lugar para escamparse. Yo me salí de la ciudad real para subir las escaleras y atravesar el torniquete  de la ciudad creada. Luego, me subí al tren. 


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